Época: arte del Irán
Inicio: Año 850 A. C.
Fin: Año 590 D.C.

Antecedente:
Urartu. El Imperio de la montaña

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

Los artistas y artesanos de Urartu vivieron en un mundo de áspera belleza, en un país de pequeños valles rodeados de montañas difíciles, como dirían los anales asirios. Un país en el que la superficie de los valles resultaba ser el mayor espacio abierto; y los pasos de montaña o las empinadas orillas de rápidas corrientes, las mejores comunicaciones. Era un paisaje que predisponía a la austeridad, a la economía de formas, a la independencia. Pero el espacio era escaso. Dice Th. B. Forbes que la tierra susceptible de cultivo se reservaba para labores agrícolas. Y que nunca se construía en ella.
Mas la montaña guardaba muchos recursos. No sólo madera, que por la ausencia de grandes ríos era de casi imposible comercio, sino también distintos metales que nutrían los talleres de los artesanos. Cobre, plomo, varias piritas, pero sobre todo hierro, cuyas mayores reservas -que explican la continua disputa entre asirios y urartios por el control del Irán- parecen haberse encontrado al oeste y sur del lago Van.

La cultura y la política de Urartu tuvieron que adaptarse al entorno físico. Cada valle tendría su fortaleza, y los artesanos vivirían bajo su sombra. Pero no sabemos nada de su situación social, porque casi nada sabemos de la sociedad que los acogía. Un gobierno central, desde luego; una ordenación del territorio también pero, ¿qué nos dice eso de las condiciones de vida del artista?

Tampoco conocemos mucho más del mundo de sus ideas y creencias. En Musasir se elevaba un templo al dios nacional, Haldi, dios del sol y la tempestad al que se dedican las estelas levantadas por los reyes, como la famosa de Ispuini en Kelisin. Y los artistas, como cualquier otro habitante del país creerían en la bondad de los sacrificios de animales al dios. A veces barbudo, a veces imberbe, Haldi aparecía representado de pie sobre un león. Se trataba de un dios guerrero; y en sus templos se dedicaban armas como exvotos u ofrentas. Junto a Haldi su esposa, Arubani, el dios de la tormenta Teiseba, de pie sobre un toro como el antigüo Tessup. Otro dios solar era Sivini y todos los dioses de los países conquistados. Y los artistas creían en ellos, como cualquier otro habitante del país, y los incorporaban a sus objetos. Como las diosas aladas que adornan los grandes calderos de bronce, posiblemente imágenes de la esposa de Sivini.

Un mundo mágico y guerrero, muy distinto al nuestro, impregnaba sus vidas. Dice B. B. Piotrovsky que, en la ciudad de Teisebani, los arqueólogos soviéticos encontraron colocados cuidadosamente en sus habitaciones, los huesos de las víctimas sacrificadas a la divinidad, terneros la mayoría, los mismos que aparecen en la iconografía con profusión.

Con sus creencias, con su evidente sentimiento de un paisaje difícil al que integran la arquitectura, los artesanos urartios crearon una estética propia entre los siglos IX y VII a. C. Dice M. N. Van Loon que aunque con frecuencia se señala al mundo hitita en la raíz de lo urartio, la distancia en tiempo y espacio es demasiada. El arte urartio crece de modo independiente -lo poco que se conoce de la región durante los milenios anteriores no es significativo-, aunque forme parte de un mundo amplio, el del Oriente Próximo. Si se encuentran huellas hurritas, también se hallan asirias -las más-, iranias y ciscaucásicas. Pero su personalidad se impone, y la mayor prueba es que cualquier observador distingue rápidamente la procedencia urartia de un bronce, una escultura o una arquitectura.

Donde mejor se manifiesta el genio de Urartu es en la arquitectura, asombrosa y perfectamente integrada en el paisaje rocoso. Dice M. N. Van Loon que la construcción de largas galerías descendentes en la roca podría tener un recuerdo palestino, aunque también se desprendería de la pura lógica de las condiciones del lugar de edificación. Y en fin, en sus conclusiones, el historiador holandés llegaría a definir dos estilos en el arte de Urartu: uno, cortesano, que asimila en la escultura la rigidez arquitectónica, noble y elegante en los detalles, enamorado de las criaturas fantásticas, cuidadoso de la estilización, uniforme en el tiempo y en el espacio y amante de la verticalidad y horizontalidad. El otro, popular, difundido en los cinturones de bronce y que supera al cortesano en su fantasía; que tiende a perder de vista los significados de la iconografía noble y que manifiesta un exaltado cariño por los temas ecuestres.

Los artistas de Urartu dejarían su impronta en distintos pueblos, algunos muy alejados. R. Ghirshman hablará incluso de una koiné de su estilo; y los grandes calderos de bronce llegarían hasta a Grecia y Etruria, donde el resultado de su influjo es fácil de conocer. Pero claro está, sería en los cercanos, y el Irán en especial, donde se dejaría sentir su peso con mayor evidencia. Medos y persas estuvieron en alguna época bajo su dominio. Y aunque quizá no sufrieran tan fuerte impronta como a veces se dice, qué duda cabe de que la experimentaron y que fue decisiva. Así lo indica, por ejemplo, lo que poco a poco conocemos de la arquitectura meda.